¿Veo?
Veo al viejo hablando con un árbol y pienso – Esté está esquizofrénico por lo menos. – Veo a la loca del barrio blandiendo su bastón y gritando “Aquí no hay más que putas, ladrones y maricones” sin parar, mientras camina sin rumbo por la calle, y pienso – Ya está la loca esa otra vez. – Veo a la ciega de la esquina que vende cupones, insultando a todo el que pasa porque no le compran ninguno. Al final tira con rabia su bastón al suelo, y pienso – Esta tía está como una cabra. – Veo al yonqui tirado en el descampado, la jeringuilla colgando todavía del brazo, y pienso – ¡Qué asco de gentuza!
Lo que no veo es a la niña de la que abusaba cada noche su padrastro; al niño maltratado en su casa, y después en la escuela por sus propios compañeros, cada maldito día de su infancia; al soldado que ha visto las vísceras de sus camaradas esparcidas por el suelo después del fuego de mortero, y que nunca dejará de oír sus gritos por la noche; al transexual a la que su padre echó de casa por maricón, a quien gustan apalear de vez en cuando algunos vecinos de su pueblo; a la mujer a la que violaban en aquella guerra lejana mientras otros miembros del pelotón se entretenían, esperando su turno, asesinando al resto de su familia.
Un alto porcentaje de trastornos mentales tienen como antecedente algún tipo de trauma, bien accidental o fruto de algún tipo de abuso. Los traumas sufridos durante la infancia resultan especialmente graves, pues afectan al desarrollo normal del cerebro. Se trata de una etapa en la que éste se está reconfigurando, y cualquier desviación o desequilibrio puede marcar de por vida a una persona.
La enfermedad mental se va desarrollando poco a poco, los errores en el cableado del cerebro se acumulan, hasta que surge el brote y la persona pierde el norte. Después, la inhabilitación, el internamiento, la pérdida de libertad, ¿qué otra cosa puede hacerse? Al paciente se le observa, (hay que catalogar los síntomas para ponerle nombre a lo que tiene), pero no se le escucha, pues no está en condiciones de saber lo que dice. Si se altera demasiado, se le ata y se le seda para que no se haga daño. Y allí queda, sin poder escapar ni hacia fuera ni hacia dentro. Sus demonios interiores no le permiten ese último refugio.
Pero esta no es una historia de monstruos, sino de impotencia. Impotencia del paciente y sus familiares, pero también de la medicina. Todos quieren que el paciente se cure y se recupere, la medicación tiene cada vez menos efectos secundarios, los internamientos ya no son de por vida en la mayoría de los casos, pero un enfoque puramente medicamentoso sigue resultando insuficiente, y, en muchas ocasiones, ineficaz.
Dicen que la esperanza es el último refugio del impotente. Muchos pacientes psiquiátricos ya no quieren esperar a que una píldora milagrosa los salve. También muchos profesionales de la psiquiatría se han rebelado contra esta dinámica. Desde hace años, han ido surgiendo una serie de movimientos en los que las relaciones jerárquicas médico-paciente desaparecen. No se trata de movimientos de protesta, aunque también protestan, sino de acción. Se forman grupos en los que todos participan activamente en busca de su particular proceso de recuperación. En ellos, todos hablan libremente y todos escuchan. Las personas que pasan por una enfermedad mental adquieren un conocimiento profundo, en primera persona, de la experiencia. Ninguna universidad puede formar a un profesional en algo así. Todos aprenden de todos. El objetivo es pasar poco a poco del estado de indefensión e incapacidad a ser el director de tu propio proyecto de recuperación. El resto de miembros, profesionales o no, apoyan, pero no guían, al afectado. La medicación no se abandona, pero pasa a un segundo plano y se considera una herramienta de apoyo más.
Si el contexto es determinante en el desencadenamiento de la enfermedad mental, también lo es en el proceso de recuperación. El organismo puede reparar en mayor o menor medida el daño y los desequilibrios causados, pero esto solo sucede en respuesta a las condiciones ambientales adecuadas. Estas personas no necesitan que se las ayude por lástima, aunque sentir lástima no tiene nada de malo. La sociedad debe ver como algo natural que se eliminen las barreras que encuentran, sobre todo al relacionarse con las instituciones. Esto no se consigue sintiendo compasión, sino mediante el conocimiento. No cuesta tanto interesarse por los temas importantes y adquirir una mayor profundidad y amplitud de miras. Se supone que todos somos cosoberanos, que nuestra opinión y preferencias legitiman el sistema. Más nos vale cuidar un poco más de ellas, si queremos que esto funcione.