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lunes, 16 de mayo de 2022

Cultura y adicción

Publicado el 14 de mayo de 2022

Una de las cosas que, cuando era pequeño, más me llamaban la atención en las series y películas policiacas, era cuando los detectives encontraban unas bolsitas con un misterioso polvo en su interior, probaban un poco, y sentenciaban con gravedad algo así como “heroína”, “cocaína” o “morfina”. Estamos hablando de los años 70 del siglo pasado. La droga se asociaba a mala gente, camellos, pero también consumidores. Todos eran violentos y miserables. El mensaje parecía claro.

En la televisión, los estadios, incluso en el equipamiento de los deportistas, se anunciaban sin tapujos las marcas de tabaco. El alcohol tampoco faltaba, “era cosa de hombres”. Los hombres duros bebían y fumaban en las películas. Los malos, pero también los buenos. La primera vez que me emborraché debía de tener unos 10 años. Jugaba al póker con un amigo en casa y, como los vaqueros, bebíamos de un gran vaso de wiski. Mi madre llegó de repente de la compra y me lo bebí rápidamente de un trago para esconderlo. Al volver al colegio por la tarde, todo me daba vueltas.

No me sirvió de lección, porque durante un tiempo me llevaba para el recreo una lata de coca cola mezclada con wiski que robaba del mueble bar de casa. Cuando había ferias, ganaba bolsas de botellitas de licor en las barracas de tiro al blanco. La edad no parecía ser un problema.

No tardé mucho en empezar a fumar. Comprar tabaco no era un problema, no había restricciones. Tampoco encontré muchos problemas para conseguir otras drogas. Solo había que mirar en el botiquín de casa: anfetaminas, opiáceos, barbitúricos, tranquilizantes… También era fácil conseguirlas en las farmacias: ibas al médico con las cajas vacías y la enfermera te hacía unas recetas nuevas sin preguntar. Ser un niño o un adolescente tenía sus ventajas, nadie sospechaba; serían para los padres. Más adelante aprendí a hacerme yo mismo las recetas usando un nombre de doctor inventado. Solo había que recorrer unas pocas farmacias hasta que al final las conseguías. Solo el salto final a la heroína y otras drogas prohibidas me hizo tener que recurrir a los camellos para conseguirlas.

Hoy en día todo esto está bastante más controlado. Ya no se pueden anunciar drogas de ningún tipo, los niños no pueden comprarlas, las farmacias ya no son una fuente inagotable de suministros. Sin embargo, tomamos infinidad de suplementos y vitaminas, bebemos bebidas energéticas para rendir más, para hacer deporte, relajantes naturales para dormir mejor, no concebimos ir al médico sin salir con alguna receta de pastillas o cremas, no soportamos la más mínima molestia sin abalanzarnos sobre el botiquín. Parece que todos nuestros problemas, por nimios que sean, solo se pueden solucionar tomando algo. El problema no está en disponer o no de drogas, es muy fácil conseguirlas si uno se lo propone. El problema sigue estando en la actitud generalizada que nos hace caer una y otra vez en adicciones de todo tipo. Es un problema cultural.

Los camellos y los narcos no son los que crean el problema de la droga. Se trata solo de actores oportunistas: nosotros creamos la ocasión, ellos ven el negocio. Reciben la ayuda inestimable de las marcas comerciales, que nos ayudan, también de manera oportunista, a asentar unos hábitos de consumo que llevan a mucha gente al desastre.

Yo no puedo quejarme demasiado de las consecuencias de mi paso por el mundo de las drogas y las adicciones. Lo he superado casi sin secuelas. Pero he visto morir a mucha gente, caer en la delincuencia y en la cárcel, pasar muchos años de su vida en granjas de rehabilitación, o acabar internados en un psiquiátrico.

Las drogas no son un problema de los demás. La culpa puede recaer en buena medida sobre los traficantes, pero la responsabilidad está en todos nosotros. Está en todos los pequeños actos que cometemos cada día sin ser conscientes de sus consecuencias a gran escala. La solución no es difícil: pasa por dedicarle algo de tiempo cada día a reflexionar sobre el asunto, y hacer de ello un tema de conversación habitual. Los problemas no se esconden, se previenen.

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