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domingo, 28 de noviembre de 2021

¿Esquizofrenia?

Supongo que, para la mayoría de la gente, una persona con esquizofrenia es alguien que hace, dice o cree cosas raras (como casi todo el mundo), pero en una medida tan extrema que ya se sale de lo normal.

Si le preguntamos a un psiquiatra, recurrirá al manual diagnóstico DSM-5 y nos recitará una serie de síntomas característicos: pensamiento y expresión desordenados, delirios, alucinaciones y alteraciones del ánimo varias. Puesto que estos síntomas son también característicos de muchos otros trastornos, para caracterizar la esquizofrenia en concreto se recurre a datos estadísticos como la duración o la intensidad de los mismos. No existen pruebas diagnósticas para determinar la esquizofrenia, se trata de una enfermedad basada en la opinión del psiquiatra.

Pero los síntomas no son la enfermedad, sino su manifestación externa. En realidad, nadie conoce cuál es la causa y el mecanismo de la esquizofrenia. Se considera además que se trata de una condición permanente e incurable, o, dicho de otra manera, no sabemos curarla porque no sabemos lo que es.

Lo que sí sabemos es que, en los pacientes con esta sintomatología, existen alteraciones en el tamaño de algunas áreas del cerebro y desequilibrios en las concentraciones de varios neurotransmisores, como la dopamina, la serotonina y el glutamato. Se trata de las sustancias mediante las cuales se comunican entre sí las neuronas, por lo que no es extraño que su alteración conduzca a padecer trastornos mentales.

En los años 50 se descubrió el primer fármaco antipsicótico. El efecto de estos medicamentos es precisamente tratar de regular estos desequilibrios en las concentraciones de neurotransmisores, reduciendo o incluso eliminando los síntomas.

A partir de ese momento, el tratamiento consistió fundamentalmente en la toma de estos medicamentos. Esto supuso un avance con respecto a la situación anterior, en la que estos pacientes estaban muchas veces condenados a un internamiento de por vida, posiblemente sometidos a tratamientos bastantes brutales para conseguir calmarlos en caso de crisis. Ahora los enfermos podían recibir muchas veces un tratamiento ambulatorio y los internamientos eran más breves o innecesarios.

Sin embargo, estos medicamentos no están exentos de problemas. Además de poseer unos efectos secundarios bastante marcados y desagradables, sobre todo los más antiguos, en ocasiones pueden causar la muerte del paciente. Tampoco son efectivos en todos los casos. Existen personas a las que les ayudan en mayor o menor medida, pero a otras el tratamiento no les sirve de nada en absoluto.

Con el auge de la genética, afínales del siglo pasado, se achacó a la esquizofrenia, como a muchas otras enfermedades, un origen genético. Los genes son porciones de ADN que se encuentran en el núcleo de las células de nuestro organismo. Algunos sirven como una especie de “receta” para construir proteínas, otros tienen una función reguladora sobre la actividad de otros genes. También existen muchos genes sin ninguna función aparente o conocida.

Las proteínas son unas moléculas muy importantes. Además de formar parte de todas las estructuras del organismo, con ellas se construyen infinidad de máquinas biológicas que realizan las funciones que permiten que las células sigan vivas y trabajen con normalidad. Cada célula tiene millones de estas máquinas, y las neuronas no son una excepción. La regulación de todo lo que tiene que ver con la transmisión de impulsos entre neuronas depende del buen funcionamiento y de la cantidad correcta de estos elementos.

Para cada gen existen al menos dos copias, una procedente de la madre y otra del padre. En muchos casos existen más de dos copias de un mismo gen. El número de copias es importante, porque de él depende que se fabriquen más o menos proteínas de un cierto tipo y, por lo tanto, más o menos máquinas que realicen una función determinada.

Algunas de estas máquinas sirven para transformar la información contenida en los genes en nuevas proteínas. Los genes pueden estar en un estado activo o inactivo, y solo se pueden construir proteínas a partir de ellos cuando están activos. Estos estados pueden cambiar y, de esta manera, se regula la cantidad de proteínas de cada tipo que se fabrican en cada momento dentro de la célula.

Aparte de los mecanismos naturales de la célula que cambian los estados de activación de los genes, existen mecanismos externos que pueden causar también estos cambios. Los traumas, el estrés, las sustancias tóxicas y la contaminación, por ejemplo, pueden ocasionarlos también. Es más, estos cambios se pueden transmitir también a los hijos, por lo que la historia vital de los padres y los abuelos puede ser significativa en el desarrollo de las enfermedades relacionadas con estos desequilibrios.

Volviendo al tema de la medicación antipsicótica, otro de los problemas que presenta es que el paciente se convierte en un sujeto pasivo a cargo del sistema sanitario, que lo tutela y dirige en su proceso de recuperación. El tratamiento quizás ayude con la regulación de la función cerebral, pero, si los efectos del ambiente son determinantes en el desarrollo de la enfermedad, los fármacos poco pueden hacer para cambiarlos.

Ante esto, actualmente se considera que la medicación debe ser complementada con terapia, y quizás ayudas para que los pacientes puedan modificar su estilo y condiciones de vida, aunque no todos los pacientes tienen la suerte de poder contar con estos recursos.

Uno de los enfoques más exitosos en este sentido parece ser las asociaciones mixtas de pacientes y profesionales de la salud mental, psicólogos y psiquiatras, en las que el esquema jerárquico médico-paciente desaparece, pasando a constituirse un grupo con relaciones horizontales de igualdad, en el que también desaparece la denominación de “paciente” para la persona afectada. En estos grupos, todos participan de manera activa, en la medida de sus posibilidades, compartiendo sus experiencias, y no es extraño que muchos de los antiguos pacientes acaben adoptando el rol de terapeutas una vez superados sus problemas.

La medicación pasa de ser el centro del tratamiento a solo una herramienta accesoria, que se toma en caso de necesidad y solo en la dosis mínima que resulta efectiva para que la persona pueda participar en este proceso conjunto de recuperación. El objetivo es que la persona afectada por el trastorno abandone el rol pasivo de paciente y se convierta en el director de su propio proceso de recuperación, contando con la colaboración del resto de los miembros del grupo. El contexto de esa persona pasa a ser el de miembro activo y productivo de una comunidad, algo que refuerza su autoestima y su personalidad. El éxito de este enfoque parece ser bastante mayor que el del enfoque clásico, y ya se está adoptando también en todo el mundo en algunas instituciones sanitarias.

En conclusión, las pastillas no son la respuesta para todos los problemas, y menos para aquellos de origen desconocido. Aquellos que padecen este tipo de trastornos tienen mucho que decir al respecto. Se trata de verdaderos expertos y, puestos en el contexto adecuado de colaboración y calor humano, son un elemento clave para conducir a un tratamiento exitoso.

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